Quaderns de l’ICA 32. Diàlegs d’antropologia i turisme. Etnografies i debats contemporanis

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La antropología, como el turismo, tiene sed de otredad, porque es nómada de conocimiento y de experiencia. En su génesis encontramos algo de aventura y de atrevimiento, y a veces deviene un espejo calidoscópico contra el cual nos observamos a nosotros mismos. Antropología y turismo se asemejan por su “innata” curiosidad hacia la diferencia y a lo extraordinario, y continúan asemejándose cuando hoy en día no solo reclaman distancia y exotismo, sino también un acercamiento a lo cotidiano y ordinario, a una realidad que se nos puede antojar familiar o vulgar a la vez. Se ha escrito bastante a propósito de este paralelismo, y también de la tensión con la que la antropología se ha
acercado a lo turístico (Bruner 2005; Stronza 2001; Galani-Moutafi 2000).
El interés de la antropología por lo turístico nace en la década de los sesenta a partir de las observaciones fortuitas o “descubrimientos accidentales” (Núñez 1963) que realizan algunos antropólogos preocupados por problemas o cuestiones no relacionados con el turismo. De algún modo la eclosión del turismo de masas después de la II Guerra
Mundial no resulta ajena al trabajo de la antropología, que observa preocupada los cambios que genera en las sociedades receptoras –más que en las emisoras. La antropología encuentra nuevos actores en rincones del planeta a los que previamente no habían llegado, y esta situación provoca la aparición de nuevos debates y delicadas incomodidades: los antropólogos no solo temen ser confundidos con turistas (una cuestión que Crick identificó perfectamente y que se instaló como prejuicio en la conciencia de una parte importante de la antropología), sino que identifican el turismo como una experiencia de intercambio que puede aportar beneficios a la comunidad local a través de “préstamos culturales”. La teoría de la aculturación, basada en la idea que el intercambio cultural constituye un vector positivo y necesario y de la cual Núñez (1963) fue uno de los máximos exponentes, emerge en la década de los sesenta.

Pero el turismo no escapa de la crítica, y también es visto como una fuente de contaminación y destrucción cultural. Nash (1989) lo consideraría una forma de imperialismo, Boorstin (1961) un signo de alienación y frivolidad y Turner y Ash (1975) la periferia del placer. Los posicionamientos y actitudes críticas de la antropología con lo turístico brotan, en parte y sobre todo, de las teorías críticas con la sociedad del consumo y del ocio y los posicionamientos neo-marxistas de los setenta. Aparece el paradigma de la dependencia, según la cual el turismo es una industria neocapitalista que mancilla todo lo que toca y destruye el mismo objeto de su deseo (Hernández-Ramírez 2006).
Además, la teoría de la aculturación, interpretada desde un punto de vista crítico y negativo, asume que el contacto de los turistas con los nativos provoca cambios cuanto menos degradantes y denigrantes en la cultura de los anfitriones.

 

En aquest link, podreu llegir la introducció, ‘El Turismo como refractor’ que signen Saida Palou i Fabiola Mancinelli, co-coordinadores d’aquest número de Quaderns de l’ICA: llegir EL TURISMO COMO REFRACTOR.