Fragment del llibre:
Honor y verdad. Historia y memoria

Prólogo, por Antoni Batista (julio de 2020) a En honor a la verdad. Autobiografía de Iulen de Madariaga

El 17 de mayo de 1988, Iulen de Madariaga era entrevistado en el programa matinal de mayor audiencia de Catalunya Ràdio. Había empezado la distensión con las conversaciones entre el Gobierno español y ETA en Argelia, y Iulen hablaba de ETA en la primera persona del plural: ‘nosotros’. En el primer corte de publicidad, le comenté que tal vez seguir implicándose por antena, le podría acarrear una implicación penal. Me respondió que él había fundado ETA, que no se había ido y que nadie le había echado. El periodista, muy sagazmente, le hizo en abierto la pregunta que yo le acababa de formular en privado, y la respuesta fue exactamente la misma. Pocos días después, le detenían por otras razones, pero la justicia francesa incluía sus declaraciones en Barcelona poco menos que como prueba circunstancial de pertenencia a banda armada.
Cuando me contó esa consecuencia, ya era por una carta desde la cárcel, el tristemente célebre penal de Fresnes, junto a París. También explicaba cómo, en similar asunción del yo personal en el sujeto colectivo, desmontó ante el tribunal el concepto de ‘terrorista’ que le imputaban, y lo mismo hizo en una carta al entones presidente François Mitterrand, recordándoles que esa misma palabra era la que los nazis conjugaban para sentenciar a los demócratas que se jugaban la vida en la Resistencia. En todos los supuestos —el mediático, el jurídico, el político— lo que decía Madariaga era «en honor a la verdad», el título de las memorias que les presentamos, y por una cuestión de honor y de verdad. Conceptos ciertamente en obsolescencia programada, que cargan aún más de valor la literatura vintage de unas memorias.
De la ‘memoria’ a la ‘historia’ sólo existe la mínima distancia de dos prefijos, y las une el común denominador de la inclusión de lo personal en lo colectivo, justo de lo que venimos elucubrando. En el caso de Madariaga, bien podemos afirmar que su texto es una memoria de la historia: es la historia contada en la primera persona de quien, antes de escribirla, la hizo, de quien argumentó la violencia revolucionaria a mediados del siglo XX y de quien argumentó dejar las armas a principios del XXI. Ahí tienen una historia de ETA contada por ella misma, si les parece bien la licencia de la translación en un femenino que reivindicamos cuanto podemos frente a lenguajes excesivamente masculinos y nada neutros.
El honor a la verdad de Iulen tiene también su letra pequeña, su detalle de precisión que libera a la memorialística del habitual flirteo con el melodrama y la batallita. Madariaga es meticuloso: nunca dice ‘unos metros’ o ‘unas horas’, por ejemplo: dice exactamente cuántos metros y cuántos minutos. Probablemente ese apurar la exactitud le viene de su cultura inglesa familiar pasada por Cambridge y de las exigencias de la clandestinidad, en la cual errar las coordenadas espacio-tiempo podía acabar en la sala de torturas, en la cárcel o en dónde pretendían que acabara quienes le volaron la casa y ametrallaron un coche pensando que era el suyo.
Redondea el certificado de credibilidad de estas memorias la validación por superposición, digámoslo así. Iulen siempre cuenta igual los episodios que vivió, no cambia ni una coma, esto es, no se contradice como suelen hacer los que ponen más pan que queso, si me permiten una expresión tan catalana como posar més pa que formatge. Narrar las mismas cosas de la misma forma es un gran certificado de verdad, ahí está el método de los cuatro evangelios para validar algo que ciertamente necesita de la fe para darlo todo por bueno y por lo tanto cualquier exceso de lo fehaciente es bien recibido. Lo que les digo lo puedo probar —es lo que merece un jurista de la talla del autor de este libro—, con la auctoritas de quien fue su biógrafo.
Tienen, pues, ante ustedes, un libro que informa con verdad y que opina con honor. Sólo me queda añadir que, además de eso que no es poco, Madariaga escribe bien. Le acreditan su formación cultural, lo que ha leído en todos los idiomas en los que se maneja, y lo que ha escrito —a menudo con una preciosa caligrafía a pluma— tanto en las vertientes jurídica y política como en la estrictamente literaria de incursiones en forma de sketch teatral, de poema o de alegatos de abogado que podrían atribuirse los grandes letrados del cine, de Charles Laughton (Testigo de cargo) a Paul Newman (Veredicto final).
Están, en fin, no sólo ante un libro interesante, sino ante un libro bien escrito, que fluye narrativamente, y con una traducción revisada por el propio autor, que invalida la sentencia —no jurídica en este caso— del traduttore traditore que cuando la lengua original es de la complejidad del euskera podría incluso merecer la absolución: las lenguas antiguas, con palabras viejas para significados nuevos, declinaciones e hipérbaton, exigen traductores muy experimentados, y Jela Martínez Urmeneta lo es y vierte el euskera de Madariaga a un castellano ágil y natural. No en vano, algunos de los grandes escritores en castellano fueron vascos: Miguel de Unamuno nació en las Siete Calles de Bilbao, muy cerca del domicilio familiar de los Madariaga, y Pío Baroja vivió en Bera, exactamente a 11 kilómetros de Zamaldegia, su casa, 16 minutos en coche, para acabar con fidelidad a lo expuesto y al autor del libro. En Bera, además, sucedió uno de los apasionantes episodios que se cuentan en las páginas que siguen, y que cuando lleguen al final se sentirán felices por haberlas leído y deseosos de haber podido seguir leyendo. El éxito de un libro es que el final no sea deseado, y En honor a la verdad tiene también ese requisito.

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